Recordando una fecha trágica para avanzar al futuro
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Hace 75 años el trujillismo cometió uno de los
más bárbaros crímenes en su largo historial de horror: una limpieza étnica en
la frontera y el Cibao en la que murieron alrededor de 15 mil personas. Los
historiadores del continente coinciden que esta masacre puede figurar entre
los hechos más atroces de la historia hemisférica. Para nuestra isla
compartida fue un genocidio sólo superado por el exterminio de la población
aborigen en los primeros años de la vida colonial.
Los dominicanos debemos mirar a esta página
luctuosa sin sentimientos de culpas. No fue una masacre perpetrada por los
dominicanos contra los haitianos, como los patrioteros de ambos lados gustan
afirmar. Fue el castigo feroz de una dictadura que no conoció nunca la piedad
contra haitianos, dominico/haitianos y dominicanos negros. Fue también un
castigo de Trujillo contra la sociedad dominicana.
Pero también debemos mirar a ella con toda
responsabilidad, para garantizar que nunca más vuelva a ocurrir, que ni
siquiera alguien pueda pensar –por ignorancia o alevosía- que fue una acción
justificada para salvar la nación. Como aún se repite en algunos corrillos
intelectuales y políticos. Como aún gusta regodearse la prensa xenófoba e
irresponsable.
La historia es conocida.
La frontera era entonces muy poco poblada del
lado dominicano –diría que virtualmente despoblada en todo el sur y centro.
Dajabón era una aldea que un escritor describía como tres calles de chozas
que desembocaban en el río. Jimaní no existía, y tanto Comendador como
Pedernales eran aglomeraciones de pocas casas muy pobres. Del lado haitiano,
más poblado, la vida era más intensa, y de hecho los habitantes de la
frontera tenían más relaciones con las ciudades haitianas que con Santo
Domingo o Santiago.
Siempre había sido una frontera porosa, con
múltiples relaciones de intercambios entre los habitantes de ambos lados.
Abundaban las parejas mixtas, y muchos descendientes de haitianos habían
nacido en suelo dominicano y eran, por consiguiente, dominicanos. La
población haitiana asentada en el lado dominicano era numerosa, y así había
sido por muchas décadas. Los continuos contactos habían generado una
simbiosis cultural admirable del tipo que temen y aborrecen los chovinistas y
patrioteros, siempre inseguros de sus propias condiciones nacionales.
Entre 1929 y 1936 el estado dominicano había
conseguido terminar la delimitación y demarcación de su frontera con Haití.
Trujillo y el presidente haitiano Stenio Vincent firmaron el último acuerdo
fronterizo, aún vigente. Aunque con frecuencia este acuerdo es citado como un
ejemplo del celo trujillista por la nación dominicana, es conocido que
Trujillo cedió al estado haitiano cerca de 700 mil tareas de suelo nacional a
cambio de la represión de los exiliados opositores estacionados en Haití.
Un año más tarde, buscando argumentos para
legitimar su propia estancia en el poder mediante la propaganda xenofóbica y
mostrando al debilitado Haití como el enemigo de un mito nacional hispánico,
blanco y católico, inició una cruzada antihaitiana que algunos de sus sucesores
políticos aún sostienen. Y la comenzó justamente con la masacre en la
frontera y el Cibao.
La documentación existente indica que se
inició el 28 de septiembre por la parte alta de Dajabón y Bánica y tuvo su
momento climático los días siguientes al discurso que el tirano dio en
Dajabón el día 2 de octubre. Aunque en el Norte se detuvo fundamentalmente a
mediados de octubre, en el sur continuó por algunos meses de manera
selectiva. Miles de personas –de todos los sexos y edades- fueron
acuchilladas, macheteadas y tiroteadas por bandas de criminales entre los que
se contaban militares y reos liberados de la capital. Los habitantes de la
frontera, aterrorizados, trataron de esconder a las familias perseguidas y
muchos haitianos y dominico-haitianos salvaron sus vidas gracias a la
solidaridad dominicana.
Centenares de familias quedaron divididas.
Numerosas propiedades abandonadas pasaron al poder de los seguidores del
tirano. Muchas personas obligadas a participar en las matanzas o a enterrar
los cadáveres en fosas comunes, vivieron todas sus vidas atenazadas por el
recuerdo y por el sentido de culpa. Y la frontera fue cerrada excepto para
permitir el paso anual de los braceros haitianos que trabajaban en los
cañaverales de los centrales azucareros norteamericanos. Y que al mismo
tiempo constituía un negocio altamente lucrativo del que se beneficiaban los
mandos militares de los dos países.
Siete décadas y media después, la frontera es
un lugar de diferencias, pero de convivencia y de construcción de solidaridades.
En diferentes puntos de la franja los habitantes de ambas partes se aprestan
a recordar el crimen cometido contra todos, dominicanos y haitianos. En
Dajabón, Jimaní y Elías Piña se organizan vigilias, festivales culturales,
programas de charlas, habilitación de íconos conmemorativos, etc. Actividades
que reúnen a dominicanos y haitianos. No para abrir heridas, pero tampoco
para ignorarlas.
Recordar, reconocer la trágica vastedad del
crimen, hurgar en esa coyuntura de solidaridades imprescindibles, es la mejor
manera para continuar avanzando en un futuro mejor. Un futuro que
inevitablemente implicará compartir retos y oportunidades en medio de esta
diferencia que a todos y todas enriquece.
Haroldo Dilla Alfonso
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viernes, 5 de octubre de 2012
TExto de un historiador sobre la Conmemoracion de la Masacre del 1937
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