viernes, 5 de octubre de 2012

TExto de un historiador sobre la Conmemoracion de la Masacre del 1937



Recordando una fecha trágica para avanzar al futuro
Hace  75 años el trujillismo cometió uno de los más bárbaros crímenes en su largo historial de horror: una limpieza étnica en la frontera y el Cibao en la que murieron alrededor de 15 mil personas. Los historiadores del continente coinciden que esta masacre puede figurar entre los hechos más atroces de la historia hemisférica. Para nuestra isla compartida fue un genocidio sólo superado por el exterminio de la población aborigen en los primeros años de la vida colonial.
 Los dominicanos debemos mirar a esta página luctuosa sin sentimientos de culpas. No fue una masacre perpetrada por los dominicanos contra los haitianos, como los patrioteros de ambos lados gustan afirmar. Fue el castigo feroz de una dictadura que no conoció nunca la piedad contra haitianos, dominico/haitianos y dominicanos negros. Fue también un castigo de Trujillo contra la sociedad dominicana.
 Pero también debemos mirar a ella con toda responsabilidad, para garantizar que nunca más vuelva a ocurrir, que ni siquiera alguien pueda pensar –por ignorancia o alevosía- que fue una acción justificada para salvar la nación. Como aún se repite en algunos corrillos intelectuales y políticos. Como aún gusta regodearse la prensa xenófoba e irresponsable.
 La historia es conocida.
 La frontera era entonces muy poco poblada del lado dominicano –diría que virtualmente despoblada en todo el sur y centro. Dajabón era una aldea que un escritor describía como tres calles de chozas que desembocaban en el río. Jimaní no existía, y tanto Comendador como Pedernales eran aglomeraciones de pocas casas muy pobres. Del lado haitiano, más poblado, la vida era más intensa, y de hecho los habitantes de la frontera tenían más relaciones con las ciudades haitianas que con Santo Domingo o Santiago.
 Siempre había sido una frontera porosa, con múltiples relaciones de intercambios entre los habitantes de ambos lados. Abundaban las parejas mixtas, y muchos descendientes de haitianos habían nacido en suelo dominicano  y eran, por consiguiente, dominicanos. La población haitiana asentada en el lado dominicano era numerosa, y así había sido por muchas décadas. Los continuos contactos habían generado una simbiosis cultural admirable del tipo que temen y aborrecen los chovinistas y patrioteros, siempre inseguros de sus propias condiciones nacionales.
 Entre 1929 y 1936 el estado dominicano había conseguido terminar la delimitación y demarcación de su frontera con Haití. Trujillo y el presidente haitiano Stenio Vincent firmaron el último acuerdo fronterizo, aún vigente. Aunque con frecuencia este acuerdo es citado como un ejemplo del celo trujillista por la nación dominicana, es conocido que Trujillo cedió al estado haitiano cerca de 700 mil tareas de suelo nacional a cambio de la represión de los exiliados opositores estacionados en Haití.
 Un año más tarde, buscando argumentos para legitimar su propia estancia en el poder mediante la propaganda xenofóbica y mostrando al debilitado Haití como el enemigo de un mito nacional hispánico, blanco y católico, inició una cruzada antihaitiana que algunos de sus sucesores políticos aún sostienen. Y la comenzó justamente con la masacre en la frontera y el Cibao.
 La documentación existente indica que se inició el 28 de septiembre por la parte alta de Dajabón y Bánica y tuvo su momento climático los días siguientes al discurso que el tirano dio en Dajabón el día 2 de octubre. Aunque en el Norte se detuvo fundamentalmente a mediados de octubre, en el sur continuó por algunos meses de manera selectiva. Miles de personas –de todos los sexos y edades- fueron acuchilladas, macheteadas y tiroteadas por bandas de criminales entre los que se contaban militares y reos liberados de la capital. Los habitantes de la frontera, aterrorizados, trataron de esconder a las familias perseguidas y muchos haitianos y dominico-haitianos salvaron sus vidas gracias a la solidaridad dominicana.
 Centenares de familias quedaron divididas. Numerosas propiedades abandonadas pasaron al poder de los seguidores del tirano. Muchas personas obligadas a participar en las matanzas o a enterrar los cadáveres en fosas comunes, vivieron todas sus vidas atenazadas por el recuerdo y por el sentido de culpa. Y la frontera fue cerrada excepto para permitir el paso anual de los braceros haitianos que trabajaban en los cañaverales de los centrales azucareros norteamericanos. Y que al mismo tiempo constituía un negocio altamente lucrativo del que se beneficiaban los mandos militares de los dos países.
 Siete décadas y media después, la frontera es un lugar de diferencias, pero de convivencia y de construcción de solidaridades. En diferentes puntos de la franja los habitantes de ambas partes se aprestan a recordar el crimen cometido contra todos, dominicanos y haitianos. En Dajabón, Jimaní y Elías Piña se organizan vigilias, festivales culturales, programas de charlas, habilitación de íconos conmemorativos, etc. Actividades que reúnen a dominicanos y haitianos. No para abrir heridas, pero tampoco para ignorarlas.
 Recordar, reconocer la trágica vastedad del crimen, hurgar en esa coyuntura de solidaridades imprescindibles, es la mejor manera para continuar avanzando en un futuro mejor. Un futuro que inevitablemente implicará compartir retos y oportunidades en medio de esta diferencia que a todos y todas enriquece.

Haroldo Dilla Alfonso

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